El acuerdo fue claro: “nos diremos siempre la verdad; si me preguntas algo, lo que sea, yo te contestaré con la verdad y tu harás lo mismo”. Con esa única condición partimos, nada más. Éramos libres de hacer lo que quisiéramos; yo a él no le pertenecía y él a mí, tampoco. – Lo pasamos bien, nos gusta estar juntos y disfrutamos en la cama, no quiero dramas, lloriqueos ni reproches porque salgo o me acuesto con alguien más – sonó su voz en mi mente y yo me repetía: no soy su dueña, no me pertenece, lo pasamos bien en la cama, nos gusta estar juntos, no puedo lloriquear si se acuesta con alguien más. – Si preguntas algo, tienes que estar dispuesta a escuchar la respuesta –. Si pregunto algo tengo que estar dispuesta a escuchar la respuesta, me repetía insistentemente para no olvidar la única condición y, después de dejar todo claro, cerramos el pacto en un cuartucho de hotel una calurosa tarde de enero en medio de caricias y besos lujuriosos.
El acuerdo era bueno, yo no quería nada con mucho compromiso, ¿Para qué? Si los hombres terminan engañándote de todos modos, lo único que necesitaba era unas manos expertas que me acariciaran con precisión y borrar de mi mente los malos amores que antes opacaron mi vida. Sí, un acuerdo claro era lo mejor, no espero nada de tí y tú no esperas nada de mí. Sí, me gusta.
Y me fui enredando entre las sábanas gastadas de los hoteles y los sentimientos que comenzaron a fluir como fumarolas de volcanes submarinos que se ocultan a la vista del mundo. Por lo menos una vez a la semana nuestros cuerpos se encontraban sin preguntas, sin respuestas, solo sentir, sentir como sus dedos se deslizaban en mi piel, como su aliento resoplaba en mis oídos, como su lengua exploraba mi boca y como yo lo comenzaba a amar. Yo amarlo a él, no podía ser, y menos si en una ocasión de cordura me dijo: – Si en un momento de calentura te digo que te amo, no me creas, es sólo parte de la pasión del momento, no son sentimientos reales – y yo me repetí insistentemente; si en un momento de calentura me dice que me ama no le tengo que creer es sólo parte de la pasión del momento. Y pese a todo le estaba amando, a él, a ese hombre que cuando lo conocí escapaba cada tarde a encontrarse con alguna mujer para perfeccionar aún más sus ya amplias habilidades amatorias.
Pasó un tiempo en que, haciendo uso de la única condición que nuestra relación tenía, comencé a preguntarle por cada uno de los nombres de las mujeres que solía frecuentar y que habían llegado hasta mis oídos como voces lejanas que se filtraban por el auricular – ¿Quién es Laura? – una vocecilla tímida salió de mi garganta mientras sus ojos sorprendidos se clavaron en los míos – Una amiga - Replicó – ¿Pero, te acuestas con ella?, porque he notado en tus ojos el cansancio cada vez que llegas de verle - contesté sin siquiera pensarlo, estaba al borde de romper el único acuerdo –Sí – contestó. Y así, poco a poco, fui conociendo en detalle el nombre de cada una de sus amantes, los días que se encontraban, los hoteles que visitaban y la forma en que se entregaban. En definitiva, estaba en ventaja; el acuerdo decía que si yo preguntaba me contestaría con la verdad y viceversa, y así fue como me filtré en su vida silenciosamente, sin que ni siquiera él lo notara.
Lo mío no es sufrir, y menos por un hombre, era por eso que el acuerdo me resultó tan atrayente en un comienzo, pero con el tiempo sentí miedo, miedo de saber y dejé de preguntar por sus amantes y preferí pensar que mis habilidades habían sido más fuertes y que él ya no se apaciguaba con otras mujeres; después de todo hacia más de un año que nuestros encuentros se repetían religiosamente cada semana. Pero, una tarde de invierno en que la lluvia arreciaba en la ciudad, pregunté tímidamente –¿Te has acostado últimamente con otra mujer?- empuñé mis manos y rogué a Dios que de sus labios saliera un no – Sí – contestó; no pude disimular mi angustia, yo ya lo amaba y aún que el acuerda era claro con los sentimientos, es muy difícil luchar -¿Con quién?- pregunté, mientras por mi mente desfilaba un sin fin de nombres –¿Estás segura que quieres saber con quién?- un silencio inundó la habitación. – No, no quiero saber.
Leonor era el nombre de una de las tantas amigas que rondaban su vida y, cada vez que pregunté por ella, un mutismo se hacía presa de él hasta que, finalmente, me preguntaba si realmente quería saber la relación que tenía con ella, a lo que yo respondía que no por miedo a escuchar que la amaba.
En ese periodo de angustia contenida en que lo sabía cabalgando a otra mujer, quise hacer lo mismo y me entregué por despecho a uno de los tantos malos amores que colmaron mi vida. Mala decisión de mi parte, un retroceso en mi crecimiento, reflexioné con los años, pero fue fugaz, apenas un destello dentro del universo que duró un segundo y del que me arrepentí eternamente.
Después de mil doscientos cuarenta y dos días de estar segura que lo amaba, le pregunté nuevamente por Leonor, amparándome en el acuerdo sellado tantos años atrás de contestar con la verdad y sintiendo la necesidad de sufrir para medir con lágrimas mis sentimientos hacia él. – Pero, honestamente mi amor, ¿Te acostaste con Leonor o no?- como siempre me miró a los ojos y contestó – ¿Por qué, si me he acostado con mil mujeres, te importa tanto ella?- Cuánta razón tenía en su pregunta: – No lo sé – susurré entre dientes – ¿Realmente quieres saberlo? – Sí, contesté, pero nunca escuché una réplica de sus labios, aunque sí una pregunta: – ¿Y tú, te acostaste en todos estos años con alguien más? – A mi mente viajó la ocasión en que cedí a los celos y me escapé con otro hombre – No – respondí, sin siquiera arrugarme, ya que con su pregunta respondió a lo que tanto temía.
|